Por Roger Florentino Obregón Tejeda/Facultad de Ciencias Económicas y Administración
Entre el olor a melaza y los ruidos del central Miranda, el más pequeño de la familia Lucero Moya vio la luz. Sucedió el 30 de abril de 1928; sin embargo, no puede precisarse de igual manera el día exacto que fue segada su vida. Por suerte para la familia, sus compañeros y la historia, Oscar previó escribir con palabras empapadas en sangre en la pared de la celda: “Aún estoy vivo, mayo 18”. Recién había cumplido treinta años.
Hoy el central Miranda lleva el nombre de Julio Antonio Mella; su municipio actual – del mismo nombre- pertenece a la provincia de Santiago de Cuba. Este pedacito de tierra es la patria chica del combatiente, hijo de Amparo Moya, ama de casa, natural de San Luis; cuando Oriente se llamaba la demarcación provincial, y su padre era el guantanamero Manuel Lucero Llul, quien perteneció al Ejército Libertador.
De esta unión creció una familia numerosa, once hijos: seis varones y cinco hembras, siendo Oscar el último de la prole. Sin embargo, a los tres años de edad, quedaría huérfano de padre, quedando la madre al cuidado de una familia tan numerosa como heterogénea, muy humilde y apreciada en la región.
Trasladado luego con su familia a Palma Soriano, Santiago de Cuba, cursó la enseñanza primaria en el Colegio Bautista “El Sinaí” y realizó estudios en el colegio El Cristo, de la propia iglesia.
Desde muy temprana edad, se hace notar entre sus compañeros por su natural carácter. En Santiago, estudia en el Instituto de Segunda Enseñanza, junto a Frank País García, y alterna junto a este la dirección del movimiento juvenil de la iglesia Bautista. En 1955 se gradúa de Bachiller en Letras. Desea estudiar Derecho e ingresa en la Universidad de Oriente; estudia y trabaja al mismo tiempo, como obrero pesador en el central Miranda, pero son empeños que no puede continuar.
Los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes lo motivan a incorporarse a las filas de la Juventud Ortodoxa. Funda la organización Acción Libertadora y más tarde, junto a Frank y otros revolucionarios, integra la membresía de Acción Revolucionaria Oriental.
En 1955 se constituye el Movimiento 26 de Julio. Oscar Lucero es uno de los que se incorpora a las acciones del movimiento en el llano.
Es designado por la dirección para reorganizar y coordinar la lucha en Holguín. La feroz represión desatada por la dictadura en todo el país tras el alzamiento del 30 de noviembre, y luego con el fracaso de la expedición militar del Corinthya, por el norte oriental, habían dejado descabezada virtualmente la dirección del 26 de Julio en aquel territorio.
Luego de varios meses de paciente labor junto a decenas de valiosos compañeros se logró materializar una de las misiones clave en la zona: el ajusticiamiento del coronel Fermín Cowley Gallegos, ejecutor principal de las tristemente célebres Pascuas Sangrientas, que aún hoy enlutan hogares holguineros.
Ante la necesidad de continuar fortaleciendo la lucha en todo el país, Oscar Lucero es destinado entonces a la capital, donde se incorpora como colaborador de Marcelo Salado, llegando a ser la figura principal en Acción y Sabotaje, en La Habana.
Entre las misiones que ejecutó en la capital, asumió la dirección del comando en el espectacular secuestro del cinco veces campeón del mundo en automovilismo, Juan Manuel Fangio, el 23 de febrero de 1958.
El 28 de abril de 1958, la policía irrumpió en un apartamento de los bajos del edificio sito en la calle 13, casi esquina a Paseo, en el Vedado, donde residía Oscar Lucero. El conocido toque de contraseña en la puerta del apartamento no le advierte del peligro. La delación por un traidor al movimiento M-26-7, habían llevado hasta allí a la soldadesca.
Es conducido al Buró de Investigaciones de la Policía, en las cercanías del río Almendares. Seguramente él comprendió que no saldría vivo de aquel trágico sitio. Estaba condenado de antemano y lo sabía.
El día 29 de abril de 1958, su hermana Rosa recibió una llamada telefónica desde La Habana; le informaron que Oscar había sido detenido por los cuerpos represivos y estaba desaparecido. Rosa y su mamá Amparo se trasladaron inmediatamente a la capital, para intentar arrancarlo de las garras asesinas antes de que lo mataran. Agotaron todas las vías posibles, llegaron a entrevistarse con el Nuncio Apostólico que era la más alta jerarquía de la Iglesia Católica para que interviniera a favor de la vida de Oscar. Él habló con el propio tirano Batista; pero el cuerpo se hallaba en tan malas condiciones por las torturas, que decidieron no presentarlo a sus familiares. Confinado en la celda del calabozo No. 6, en medio de los más atroces martirios, cumplió años el día 30 de abril.
Soportó estoicamente vejámenes y golpes. A pesar de ello, arrastrándose entre charcos de su propia sangre, tuvo ánimo para dejar constancia en la pared de su celda, de que el 18 de mayo estaba vivo todavía. Al día siguiente, el 19 apareció en la prensa una pequeña nota en la que informaban que había muerto en un enfrentamiento con la policía. Su cadáver lo sacaron en horas de la madrugada por el río Almendares en una lanchita que utilizaban los esbirros con los cuerpos ya destrozados y, en alta mar, fueron lanzados sus restos.
En veinte días de experiencia inenarrable, rodeado del odio de aquellos verdugos, le fueron arrancando uno a uno, pedazos de su cuerpo joven hasta transformarlo en un despojo sanguinolento. Fueron jornadas viles, pero también de dignidad y silencio.
Oscar no dijo una sola palabra que comprometiera a su organización, ni a la vida de algún compañero. Era uno de los revolucionarios que conocía las actividades, lugares y militantes de lucha en La Habana; pero no pudieron arrancarle una delación. Era tanta la confianza en su entereza, que al conocer su compañero de luchas, Faustino Pérez su detención, expresó con seguridad que no le sacarían ninguna palabra comprometedora.
En su edición del 18 de febrero de 1959, el periódico Surco (hoy “Ahora”) publicó una nota en la cual se daba a conocer la aplicación de la sentencia de pena de muerte por fusilamiento, adoptada por el tribunal revolucionario al exteniente de la Policía Nacional, Luis Lima Lago, quien luego de traicionar al M-26-7 y entregarse al régimen, delató a numerosos combatientes, entre ellos a Oscar Lucero Moya.
El 7 de agosto de 1958, Maricel Lucero Niubó, abrió los ojos en la orfandad. Su padre había muerto cuando ella aún era un embrión. Su madre, Blanquita Nubió, con tres meses de embarazo sufrió la caída de su esposo, quien había pedido a su esposa que nombrara a su hijo, si nacía varón, como él; y si era una niña Maricel, por la unión de los términos mar y cielo, elementos identitarios de su patria.
El Apóstol, José Martí, murió el 19 de mayo de 1895. Durante esos mismos días, pero de 1958, fueron segándole la vida a Oscar Lucero. Metafóricamente, su sepultura fueron el mar y el cielo, como símbolo de la libertad plena que soñó. En memoria a su fehaciente heroicidad, la humildad y entrega patriótica a la lucha clandestina, la lealtad a la causa revolucionaria, ha sido identificado como el Mártir del Silencio. Nunca delató a sus compañeros. Solo le pudieron encontrar en su bolsillo su Nuevo Testamento, el cual llevaba siempre consigo. En el Salmo 51 versículo 10 aparecía subrayado por él: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí”.
El 30 de abril del 2022, Oscar Lucero hubiera cumplido 94 años. Nosotros, tenemos el reto, el desafío, el compromiso, de ser fieles a su legado. Solo así estaríamos rindiendo verdadero tributo a Oscar Lucero Moya.